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El Coleccionista

 

No voy a mentir, a veces peco de orgulloso. Pero no hay nadie que se anime a reclamarme, así que no veo por qué debería corregirme. También, ya que estamos, podría admitir que soy avaro; me parece una exageración igual: si alguien estuviera en mis lugares, ¿querría acaso compartir lo que tiene? Yo personalmente me considero un coleccionista, aunque técnicamente no puedo poseer ninguna de las cosas que digo tener. No es como que tenga una casa en donde disponerlas en vitrinas pulidas y con alarmas… A veces envidio a los museos, en ese sentido.

Sería ridículo decir que odio a los humanos. Después de todo, no soy únicamente coleccionista de cataratas y bosques, de volcanes y terremotos, sino también de caricias, primeros besos, nacimientos, risas, llantos y muertes. Pero debo admitir que sus edificios, sus paredes, sus construcciones subterráneas y sus ventanas cerradas me amargan la vida. ¿Cómo se supone que debo vivir eternamente amargado?

No soy un santo, a quienes vi nacer, crecer y predicar para ganarse aquel sobrevaluado título. Por supuesto que me he cobrado venganza con algunos humanos que me faltaban el respeto. Sólo tuve que arremolinarme con más fuerza en una localidad y listo, todos vuelven a temerme y respetarme. Y eso que no tienen en cuenta lo que puedo hacer cuando me emparejo con el agua.

Quien sea que esté leyendo esto, por favor no me crea el malo de la historia. Primero, porque no hay historia, sino un ciclo infinito de principios y finales de los cuales salí airoso siempre. Segundo, porque lo mío es más indiferencia que otra cosa. Como dije, colecciono momentos, cada uno un diamante, así de preciosos son. Pero cuando se tienen miles de millones de diamantes, pierden valor. Estoy viejo, pero nunca envejezco. De hecho, nazco constantemente, si uno lo piensa. Cada vez que alguien sopla, uno de mis brazos (descubrir ese término humano fue lo más práctico que me pasó) se extiende para sentir aquel fragmento de realidad, algunos gemas en bruto, otros geodas de los más hermosos colores.

Ahora que lo pienso, tal vez no soy tan indiferente. Tal vez si amo a los humanos, y al nombre que me dieron ellos en un acto de adoración: viento.

 
Escrito 
por Delfina García García

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