La mire largamente,
como analizándola. Podía escuchar el segundero del viejo reloj moverse al compás
del tiempo. No reparé en cuánto había estado allí sentado, o cuánto tiempo la
estuve mirando. Aparté la vista un poco apenado. No quería ser insistente, pero
la intriga me obligaba a preguntarme ¿Cómo podía ella, tan apacible y
silenciosa, tan escasa de habla, resultar ser la compañía perfecta en mis
noches solitarias?
Una mesa nos separa,
los cafés servidos y a media taza. Respiro tranquilo. Empezamos como siempre.
Yo hablando de todo, ella sin decir palabra. Le conté de mi trabajo, evitando
sonar fastidiado. Le conté de mis amigos, por así decirles. Hable por hablar,
de sueños frustrados, de relaciones estancadas. Lo hice en orden cronológico.
Fue plasmar mi vida en un relato, pero con comentarios a pie de página. Ella no
dijo nada, solo asentía cuando me callaba. No daba consejos, ni reproches, ni
opiniones. Solo escuchaba.
Ella no resaltaba, o
hacia algo para hacerlo. Era de presencia ligera como el aire, casi
indetectable. Pero, cuando la mirabas, no parecía parte del paisaje. No se
despeinaba con la briza, ni se inmutaba por los sonidos y la gente pasaba sin
notarla. No recuerdo haber escuchado nunca su vos, ni su nombre conocía. Mentiría
si dijera que recuerdo nuestro primer encuentro, o el segundo. No sé cuando se
hizo parte de mi rutina.
Lo cierto es que
podría haber dejado de ir a su encuentro. Nunca pactamos un horario pero
siempre nos cruzábamos. Nos sentamos en
la mesa de siempre junto a la ventana, se podría decir que ya estaba
reservada. Se volvió tan familiar, que rápidamente
dejó de ser una extraña.
Respiro profundo, como si antes me hubiese olvidado de hacerlo. Ciertamente
era cautivadora la atmósfera que nos envolvía, me incitaba a quedarme en ese
café donde las horas transcurrían desapercibidas. Era como un mundo acogedor,
un refugio. Donde incluso mis quejas sabían dulces y mis problemas eran meras tonterías.
Era en ese punto cuando callaba en seco, y mirando por la ventana con una
sonrisa apenas dibujada, decía las siguientes palabras.
-Ya es tarde, debo
irme por hoy.
Y sin más me
levantaba. Con el café ya pago y el abrigo en la mano, caminaba hacia la salida.
No es como si alguien me esperará, o tuviera asuntos urgentes. Simplemente sentía,
que de quedarme más tiempo, no podría dejar ese café, esa atmósfera, a esa
chica.
Porque sí, la
situación siempre era tan maravillosa como atemorizante en este punto. Quizá la
incertidumbre de lo que podría seguir era la alarma que pitaba en mis oídos, o
la sensación de que era demasiado bueno para ser verdad. Tal vez, me diría ya
acostado en mi cama, ese era el miedo que me obligaba a partir cada vez dejando
mi monólogo incompleto. Porque de esa manera conciliaría el sueño cada noche
con la pequeña esperanza de que ella volvería.
Ese sería nuestro juego:
yo, el de la historia sin fin; y ella, la oyente fantasma.

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