La mire largamente, como analizándola. Podía escuchar el segundero del viejo reloj moverse al compás del tiempo. No reparé en cuánto había estado allí sentado, o cuánto tiempo la estuve mirando. Aparté la vista un poco apenado. No quería ser insistente, pero la intriga me obligaba a preguntarme ¿Cómo podía ella, tan apacible y silenciosa, tan escasa de habla, resultar ser la compañía perfecta en mis noches solitarias? Una mesa nos separa, los cafés servidos y a media taza. Respiro tranquilo. Empezamos como siempre. Yo hablando de todo, ella sin decir palabra. Le conté de mi trabajo, evitando sonar fastidiado. Le conté de mis amigos, por así decirles. Hable por hablar, de sueños frustrados, de relaciones estancadas. Lo hice en orden cronológico. Fue plasmar mi vida en un relato, pero con comentarios a pie de página. Ella no dijo nada, solo asentía cuando me callaba. No daba consejos, ni reproches, ni opiniones. Solo escuchaba. Ella no resaltaba, o hacia algo para hacerlo. Era ...